lunes, 24 de octubre de 2011

Pan y circo

Detesto el fútbol.

Podría empezar esta diatriba con un ODIO el fútbol, pero un sentimiento de tal profundidad he creído más acertado reservarlo para temas menos mundanos. A sabiendas de poder originar asperezas y sin ánimo de emprender letal batalla con una retahíla completamente subjetiva de adjetivos sin hermosura, me aventuro en este comentario sin alusiones ni personalizaciones. Advertidos quedáis.

Ya lo decían los romanos: al pueblo solo hay que darle pan y circo. Y los gladiadores encajan perfectamente en la descripción de estos nuevos ídolos encumbrados que realizan malabares con los pies al mas puro estilo de bufones renacentistas, aunque sin el riesgo inherente de enfrentarse a los felinos más feroces. Como cualquier sociedad que se precie, hemos evolucionado para cambiar fauces y garras por afilados comentarios acerca de sus madres, que aunque hirientes en lo más profundo, no conllevan ninguna posibilidad de desmembramiento o sangrado.



El fútbol. Ese bonito deporte que entorpece nuestras mentes y limita los pocos momentos de calidad que podemos disfrutar en familia. Domingos por la tarde, sábados de mañana... Y si no nos llega el partido local, siempre podemos animar al contrario del rival. Que bonito el enfrentamiento de ultras, digno de un documental de vida salvaje. Que hermosura los mozuelos quemando contenedores, parando el trafico, destrozando monumentos... Excusa de todos nuestros males, válvula de escape de nuestros odios, promesa para nuestros primogénitos... Nos dejamos llevar por la marea de la muchedumbre e invertimos nuestras energías en apoyar la causa, con bufandas, camisetas y otro merchandising sobreinflado. Núcleo de las "conbarsaciones" más profundas y religión de fanáticos y adeptos, filósofos convencidos del intrínseco del ser...

A medida que voy escribiendo estas letras, me percato de que realmente el fútbol, como cualquier otra droga deportiva no intravenosa, ni me va ni me viene. Lo que realmente me provoca rechazo es la hipocresía que genera en el entorno que me rodea. Abogamos por la justicia, la igualdad, el comercio justo y no nos perdemos una marcha por la solidaridad, pero aceptamos como doctrina un engranaje de la maquinaria capitalista que nos absorbe, desata pasiones y embota nuestros pareceres.
No se puede servir a dos señores. Nos quejamos de los sueldos de los futbolistas, de lo que ganan los árbitros, del precio de las entradas... Pero como consumidores fieles, no nos perdemos un partido. Participamos de forma activa en el gran negocio del fútbol. Generando audiencia, comprando la marca, justificando el derroche. Adoctrinados drogadictos de un circo disfrazado de deporte. ¿Acaso no roza lo obsceno los beneficios generados? Hipocresía a raudales.

El tabú lo rodea. Lo esconde. Nadie decide descubrir una verdad a gritos y nos deleitamos con la dulzura de la emoción de la jugada. Despertemos. Seamos conscientes o por lo menos coherentes con nuestro activismo latente y dejemos de profetizar con la fe ciega en el consumismo encubierto. Volvamos al fair play de la liguilla de barrio, del gol marcado y del esfuerzo sudado...

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